Los doce apóstoles de México, también conocidos como los doce apóstoles de Nueva España, fue un grupo de doce misioneros franciscanos que llegaron al recién fundado virreinato de Nueva España en mayo de 1524 con el objetivo de convertir al cristianismo a la población indígena. El grupo estaba compuesto por:
- Francisco de Soto,
- Martín de Jesús (o de la Coruña),
- Juan Juárez,
- Antonio de Ciudad Rodrigo,
- Toribio de Benavente (Motolinía),
- García de Cisneros,
- Luis de Fuensalida,
- Juan de Ribas,
- Francisco Jiménez,
- Andrés de Córdoba y
- Juan de Palos (estos dos últimos hermanos legos).
Cuando Hernán Cortés se disponía para su expedición hondureña, después de desembarcar en Ulúa el 13 ó 14 de mayo de 1524, llegó a México el 17 ó 18 de junio del mismo año la primera nutrida misión de doce franciscanos de la Observancia, hecho histórico de notable relieve, pues con ellos comenzó en Nueva España la evangelización ordenada y metódica. Una corazonada del Ministro General de la Orden franciscana, Francisco de Quiñones, asumida por el mismo Romano Pontífice, en 1524, le impulsó a enviar a Indias «un prelado con doce compañeros, porque éste fue el número que Cristo tomó de su compañía para hacer la conversión del mundo».
La prelacía recayó sobre la rica personalidad de fray Martín de Valencia. Le acompañaron: fray Francisco de Soto; Martín de Jesús o de la Coruña; Juan Juárez (o Suárez), quien, junto con fray Juan de Palos, hermano laico, murió en Florida; fray Antonio de Ciudad Rodrigo, quien se distinguió como hábil gobernante y defensor de los derechos de los indígenas; Toribio de Benavente o «Motolinía», fino observador de la naturaleza y de las costumbres de los nativos e infatigable escritor; fray García de Cisneros, primer Provincial de la recién creada Provincia; Luis de Fuensalida, quien renunció a la mitra de Michoacán; fray Juan de Ribas, defensor a ultranza del mantenimiento del espíritu de la reforma religiosa; fray Francisco Jiménez, quien recibió ya en Nueva España la ordenación sacerdotal, hábil canonista; y, por último, fray Andrés de Córdoba, también hermano laico.
Fieles a la consigna de no claudicar jamás de la pobreza franciscana, al desembarcar después de la larga travesía recorrieron a pie y descalzos las sesenta leguas que separan el puerto de Veracruz de la ciudad de México. Hernán Cortés los recibió con muestras de veneración y los agasajó solemnemente. Los franciscanos fueron un aldabonazo para los españoles y un descubrimiento para los indios. El contraste resultaba llamativo. Les seguían y les rodeaban los indios sin parar, hablando en el idioma local, del que los piadosos hijos de San Francisco no sacaban en limpio más que una constante repetición de la palabra «motolínea».
La insistencia de los nativos les picó la curiosidad y preguntaron qué significaba aquel vocablo. Les contestaron que quería decir «pobre» o «pobres». El impetuoso fray Toribio de Benavente, llevado de su entusiasmo, hizo de aquella palabra india su propio apellido. Una vez asentados en la región, pidieron a los caciques y principales que les enviasen sus hijos para educarlos en la fe cristiana. No les resultó fácil convencer a los respectivos progenitores, pero no se desalentaron, y los colegios franciscanos resultaron una institución de primer rango en el México cristiano. Además, se convencieron pronto de que era necesario dominar el idioma de los nativos y llegaron a ser maestros en un menester tan humanista. Celebraron un Capítulo franciscano y dividieron la extensa región en cuatro provincias, que fueron la base de la definitiva organización franciscana en tierras mexicanas.
El mexicano Carlos Pereyra observó, ya hace años, un fenómeno muy curioso, por el cual los hispanos europeos, tratando de reconciliar a los hispanos americanos con sus propios antepasados criollos, defendían la memoria de éstos. Según eso, «el peninsular no se da cuenta de que toma a su cargo la causa de los padres contra los hijos» (La obra 298). Esa defensa, en todo caso, es necesaria, pues en la América hispana, en los ambientes ilustrados sobre todo, el resentimiento hacia la propia historia ocasiona con cierta frecuencia una conciencia dividida, un elemento morboso en la propia identificación nacional.
Ahora bien, «este resentimiento -escribe Salvador de Madariaga- ¿contra quién va? Toma, contra lo españoles. ¿Seguro? Vamos a verlo. Hace veintitantos años, una dama de Lima, apenas presentada, me espetó: “Ustedes los españoles se apresuraron mucho a destruir todo lo Inca”. “Yo, señora, no he destruido nada. Mis antepasados tampoco, porque se quedaron en España. Los que destruyeron lo inca fueron los antepasados de usted”. Se quedó la dama limeña como quien ve visiones. No se le había ocurrido que los conquistadores se habían quedado aquí y eran los padres de los criollos.»
Esta anécdota le paso a mi hermano pero al revés en Madrid. Le decía el madrileño: «Nosotros los españoles conquistamos América.» A lo que contesto Carlos: «Los que conquistaron América fueron mis abuelos, los tuyos se quedaron aquí.»
¿Cómo se explica si no que unos miles de hombres sujetaran a decenas de millones de indios? En La crónica del Perú, hacia 1550, el conquistador Pedro de Cieza se muestra asombrado ante el súbito desvanecimiento del imperio incaico: «Baste decir que pueblan una provincia, donde hay treinta o cuarenta mil indios, cuarenta o cincuenta cristianos» (cp.119).
Coloquio de los doce. Diálogos de los Tlamatinime con los doce franciscanos en 1524.
coloquio de los XII. Capitulo VII
En los enlaces arriba se pueden consultar los dos capítulos completos.
Iraburu, José María (2003). Hechos de los apóstoles de América (en castellano) (3ª edición). Pamplona: Fundación Gratis Date. p. 558. ISBN 84-87903-36-3.